EL CALLEJÓN DEL GRITO por Tere Susmozas

Todos los días, a la misma hora, se escuchaba un grito. Lo oíamos cuando las manecillas del reloj marcaban casi las doce y el sol incidía en los cristales de los dos edificios enfrentados que, reflejándose uno en el otro, forman este angosto callejón. Un grito. Prolongado, agudo, trémulo. Emitido, quizá, por una mujer desde cualquier ventana. Aquí, donde todo parece hervir bajo un sol ardiente en invierno y calcinador en verano, que se resiste a resbalar por un cielo tan blanco que oprime, dibujando aristas de penumbra por donde se agitan, lentas y mutiladas, nuestras sombras. Y lo escuchábamos todos nosotros. Los que no salimos al alboroto de las avenidas, ni a la amplitud de las plazas –con sus fuentes y sus bancos–, ni de los parques mullidos, porque nunca nos movemos de aquí. Entonces, todo parecía quedarse inmóvil, como sujeto, apenas, por una cuerda tirante a punto de ceder y romperse. Porque lo único que se agitaba era ese grito. Al igual que una cometa impulsada por el aire, se alzaba desde nuestros oídos, rebotándonos en el pecho y en las sienes, erizándonos el vello de la nuca. Luego, cuando se perdía en el silencio, nos dejaba siempre algo de escozor en la garganta mientras nos preguntábamos quién sería la mujer que gritaba. Se lo preguntaba el anciano entumecido que, a menudo, dormita en su butaca, el adolescente con muletas al que siempre le sigue un animal lanudo, y la madre, joven y rubia, que acuna a un bebé albino quizá febril. También el barrendero demente, sin dedos en una mano, que barre el bordillo estrecho que nos hace las veces de acera. Y el mecánico, de uñas ennegrecidas, que resiste en su taller porque, de vez en cuando, algún conductor borracho choca contra la tapia que cierra el callejón. Luego, cuando se apagaba el eco de ese chillido, nos mirábamos unos a otros –si teníamos cerca alguien a quien mirar–, o hacia los balcones, poniéndonos la mano en la frente como visera para que no nos deslumbrara el sol siempre a punto de licuarse. Pero nadie vio nunca a la mujer que gritaba. Así que la imaginábamos escondida tras algún toldo amarillento, sofocada en la penumbra ácida del interior de su casa. Poco a poco, tal vez a causa de la costumbre, hicimos nuestro el grito. Porque habituados ya a él, lo esperábamos cada mañana, pendientes del reloj a punto de marcar las doce. Y nos quedábamos inmóviles, en la calle o asomados en nuestras ventanas, como atentos a presenciar un ritual o una ceremonia. Lo hacíamos con el mismo respeto que se guarda un minuto de silencio en señal de duelo o protesta. Solidarios, así, con el alarido de locura, desesperación o dolor –quién sabe–, de esa mujer. Después, al cesar la reverberación áspera con la que rebotaba por todo el callejón, arqueábamos las cejas y movíamos apenas los labios, como si tuviéramos intención de preguntar alguna cosa, para luego quedarnos callados. Callados porque, en este reducto de sombras y calor, nadie se atrevió nunca a cuestionar el significado del grito. Así hasta que, cierto día, algo hizo que todo se tambaleara. Porque no sólo se escuchó el chillido de esa mujer, como ya esperábamos, sino que al suyo se unió otro más grave, ronco, hiriente. Quizá el grito de un hombre. Desde entonces, cuando con una leve vibración todo se ponía tenso, o resbalaba un poco más ese sol viscoso en el cielo pulcro –ensanchando las esquinas en penumbra–, al comenzar el grito, de inmediato, se le acoplaba ese otro bramido seco, fundiéndose con él. Entonces, todos volvíamos a mirar hacia las ventanas, con la certeza de que dos gritos siempre tienen más razón que uno solo. Luego, como siempre pasa en los espacios pequeños, todo pareció fermentar, hinchándose y creciendo. Fue como si nos dejáramos arrastrar. Por eso, una mañana, lo que se escuchó al mediodía, fue mucho más potente que un grito y otro más que se le suma. Algo tan estremecedor que abrió, con la misma facilidad que se rasga una cortina raída por el sol, una grieta en uno de los edificios que nos cercan, desde sus cimientos hasta el tejado. Fue el chillido de casi todos nosotros. El del anciano que no se mueve, junto al del adolescente que no anda, hasta el del barrendero que pule la acera por la que paseamos constreñidos los que aún podemos caminar. Así, cada uno con sus razones, amplificando nuestras voces encogidas, nos uníamos al grito. Desde entonces no ha cesado de escucharse, casi unánime, todos los días, aquí, en el callejón.

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